miércoles, 13 de octubre de 2010

Temario

Amiguitos, no se angustien demasiado.
El temario para el examen corresponde al Proyecto No. 2 del Primer bloque.
Deben repasar las actividades realizadas en el cuaderno y la información del tema que se encuantra en su libro de Español, entre las páginas 38 a la 57.


Deben destcar el manejo gráfico de la información mediante:
mapas mentales

















Cuadros sinópticos















Fichas de trabajo


Nota importante:
No olviden el manejo de los espacios para el registro de notas en clase o para el reporte de investibaciones mediante la redacción.
No olviden llevar su diccionario, ya que lo necesitarán en el examen.
Nos vemos mañana

lunes, 11 de octubre de 2010

Este es el poema que sugiero para que memoricen y participen en la etapa de declamación.
Recuerden que si algiuien quiero participar con uno diferente, la decisión final es libre.
El único requisito que se pide es que la extensión no sea menor que esta.
Nos vemos mañana y ¡Feliz lectura!

El Niño Yuntero
Miguel Hernandez



Carne de yugo, ha nacido


más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

lunes, 4 de octubre de 2010

Rapelear en el vacío: la depresión en la adolescencia



Más que una simple tristeza o una crisis, es una enfermedad mental que se agrupa dentro de los llamados trastornos afectivos o del ánimo. Sus manifestaciones, evolución y pronóstico, así como sus causas fisiológicas, se conocen y tienen un tratamiento eficaz.



El nudo es sencillo, corre bien, no se atora ni se aflojará con el peso. No es el nudo que cierra la lazada en espiral, como en las películas, el cual delata de inmediato su siniestro uso. Román no está pensando en películas. Aprendió a hacer ese tipo de nudos con los Boy Scouts. Tampoco está pensando en eso.


Por la ventana de su recámara puede ver un cielo limpio, con dos o tres nubes lejanas que brillan al reflejo de la luz que muere en el horizonte.


También se le había ocurrido tirarse de cabeza por la ventana. Pero el horror de oír el estallido de su cráneo al romperse contra el piso, la posibilidad de no alcanzar el objetivo final y quedar lisiado, hicieron que desechara esa idea. Igual descartó, por inseguros, otros procedimientos, como cortarse las venas o tomar un montón de medicamentos.


Sin detenerse a ver las nubes ni las ramas mecerse con el viento, Román tensa la cuerda. No duda que soportará su peso: es la cuerda que usó para rapelear en las últimas salidas con el grupo de los Boy Scouts. Desde entonces ha pasado más de un año (hoy tiene 17), y en los días recientes, cuando ha pensado en esos campamentos, le parecen tan lejanos... como si hubiera sido en otra vida. Ya no se reconoce en ese Román alegre y emprendedor que siempre estaba de broma. Era el primero en levantarse. Cuando sus compañeros despertaban, él ya había avivado la fogata y estaba preparando café. No era por obligación que Román preparaba casi todo antes de que los demás estuvieran de pie. El acuerdo originalmente era que se turnaran. Pero Román se impacientaba y prefería hacerlo él mismo siempre que podía, para aprovechar el tiempo. Le gustaba iniciar la caminata temprano, y si había que rapelear, hacerlo antes de que el Sol estuviera muy alto. No por nada le decían Román “el movido”. Ahora no se ocupa de esos recuerdos. Con manos temblorosas, termina de comprobar que el nudo funcione. Tiene prisa. No hay nadie en casa y tendrá por lo menos dos horas antes de que regresen su hermano y sus padres. Ellos sí habían notado los cambios en Román desde hacía dos o tres meses. Cuando el médico le preguntó desde cuándo se había sentido cambiado, primero le pareció que ese doctor estaba loco, que él siempre había sido así, como es. Entonces recordó que, precisamente unos días antes, él mismo había llegado a la conclusión de que su vida ya no era igual. Le parecía intolerable desde hacía más de dos semanas. Meses atrás, cuando cambió de escuela y tuvo que dejar el grupo Clan de los Boy Scouts, se había tornado hosco y no quería ver a nadie. Al principio sus padres no le dieron mucha importancia a este cambio. Pensaron que era natural, que todos los adolescentes son irritables, huraños y desconfiados.


Su madre se alarmó cuando vio que Román se negaba a salir con los amigos y que se la pasaba dormido la mayor parte del día, mientras que por la noche deambulaba buscando el sueño por los rincones de la casa. La imagen de esa sombra sufriente que recorría pasillos y estancias en busca de un lugar apacible para descansar hizo que la madre de Román recordara a su propia madre, que a los 45 años empezó a dormir durante el día y vivir de noche, sin hablar con nadie, taciturna hasta el día de su prematura muerte. Horrorizada, urgió a su esposo que aceptara buscar un psiquiatra que ayudara a su hijo.


Luis, el hermano, que ya había superado la adolescencia, sabía que lo de Román no era simple apatía. Sabía, por haberlo vivido recientemente, que por más que uno se ponga huraño y malhumorado, mantiene buenas relaciones con los amigos y que, fuera de casa, uno se puede divertir. Que siempre hay algo que te mueve, algo que te mantiene conectado a la vida: una novia, un pasatiempo. Román había perdido todo eso. Sin embargo, aunque Luis lo sabía, no lo decía. Era como si hubiera visto algo de pasada, algo a lo que no se le da importancia. Cuando el médico les explicó que con la depresión se pierde todo interés y que lo único que se desea es la soledad o la muerte, Luis lo vio con claridad.


El nudo está firme, corre bien y la cuerda soporta el peso. Ya antes de encontrar la cuerda de rapelear se le había ocurrido que desde el barandal de la doble altura que tiene la estancia de su departamento se podría sujetar la cuerda. No podía fallar. Mientras camina hacia el barandal, siente que se mueve despacio, como si se tratara de una película en cámara lenta, y percibe con mayor claridad las emociones que le han hecho la vida imposible en los últimos días. Está pálido y sudoroso, siente latir su corazón acelerado y con fuerza. Sin pensarlo, se lleva la mano izquierda al cuello y palpa, tembloroso, el lugar que deberá aprisionar la cuerda. Sacude la cabeza, como para alejar un mal pensamiento. Luego se dice: no tengo de otros, todos mis pensamientos son malos. No sirvo para nada, soy un inútil. Regresa, confundido, a su recámara. Se detiene en el umbral y mira con atención hacia la cama, como si buscara algo muy importante. No busca nada, sólo ve las sábanas enredadas y el cojín con las huellas de las noches de insomnio que lo aplastan. La cama lleva días sin hacer y ahora Román observa este espectáculo como si fuera una novedad. Un escalofrío le recorre la espalda. Román desvía la vista, haciendo una mueca que pretende ser sonrisa. Intenta retomar el hilo de sus pensamientos: ¿A qué venía?... no sé… algo se me olvida… ¿dejar una nota? Siente nuevamente el latir apresurado de su corazón. Le falta el aire, se acerca a la ventana, pero es inútil: la respiración no mejora y el temblor se ha instalado nuevamente. Otra vez la crisis, piensa, volveré a perder el control, ya no sé qué hacer. Me ahogo, me falta el… Puede ser un infarto esta vez… me duele el pecho… y si mejor me arrojo por la ventana… de una vez, acabar ya… Se pasea de arriba abajo en la recámara, patea un zapato, quisiera alejarse de ahí. ¿Alejarme adónde? Se recrimina estar pensando lo mismo de siempre. Huir, esconderse, o mejor desaparecer. Jadea. Desesperado, azota la cuerda contra el piso y súbitamente la crisis empieza a amainar. Con las piernas separadas, los brazos caídos, desfalleciente y mirando la cuerda a sus pies, retoma un ritmo sosegado de respiración y se siente nuevamente dueño de sus pensamientos. “Crisis de ansiedad” dijo el doctor. ¿De qué me sirve saber cómo se llaman si no las puedo evitar? Se deja caer sobre la cama y, más tranquilo, sigue haciéndose reproches. Parece que es la única actividad en la que logra concentrarse.


No sólo mi rendimiento en el estudio es malo, sino que ni me interesa, siento que es perder el tiempo ir a escuchar a los maestros que hablan de quién sabe qué. Ya ni mis amigos me hablan. Bueno, ¿cómo me van a hablar si yo no les tomo la llamada, y cuando han venido a buscarme no salgo de mi cuarto y hago que Luis o mi mamá los despidan? Eso me lo hizo notar el médico al que fuimos a ver ayer, pero ¿cómo voy a querer ver a esos idiotas que se la pasan riendo de babosadas incomprensibles para mí? Y el tarado de Roberto: que si me doy un toque, con eso se me pasa. “¿Se me pasa qué?”, le dije bien encabronado. “Pues la mala vibra que te traes, güey”, me respondió con aires de suficiencia, como si lo supiera todo. Y ahí estoy yo de menso aceptando el toque, que me puso peor que nunca, hasta con la paranoia de que la policía nos estaba buscando y todo mundo viéndome en la calle como si acabara yo de matar a alguien. Desde entonces ya no quise ver a nadie y me di cuenta de que nada vale la pena y lo mejor es morir.


No es que realmente Román quiera morir, pero no ve otra salida, y sobre todo siente que algo lo empuja a hacerlo, aun en contra de su voluntad. Ya se lo dijo al médico. Ayer, cuando él le preguntó, lo hizo sin rodeos, como quien pregunta la hora: “¿Y has pensado en matarte?” Normalmente esa pregunta le hubiera sentado en el hígado. Pero no, se sintió aliviado, como si le quitaran un peso de encima. Luego, el médico preguntó cómo, cuándo, con qué. No le quiso decir todo, pero sí le prometió que no se mataría. No supo por qué, pero lo prometió. Quizá porque de veras no quiere morir.


¡Ya no aguanto la pinche angustia! ¡Lo tengo que hacer!, y ahora con todo mundo cuidándome no será fácil. Lo tengo que hacer… ya ni duermo, no como, estoy en los huesos; luego siento que me falta el aire y quiero echarme a correr, así no se puede. Así no se puede vivir.


Durante la mañana estuvo bastante más tranquilo. Se dijo que hablar con el médico había servido de algo y por algunas horas ya no pensó en morir. Cuando supo que estaría solo parte de la tarde, esas ideas volvieron a asaltarlo. Al principio luchó contra ellas, recordando las cosas que el médico le había dicho sobre la depresión, pero su tendencia al pesimismo le hacía refutar amargamente toda la información. ¡A mí qué me importa que el 5% de la población sufra de este mal! ¡Yo no quiero ser de ese 5%! ¿Por qué yo? ¿Nada más porque mi abuela también lo sufrió? ¿Y porque otros dos o tres miembros de la familia también lo tuvieron? ¡No es justo, yo no escogí esto! Entonces pensó nuevamente en matarse.


Antes de buscar la cuerda en su clóset ya había repasado todo lo que el médico le había dicho el día anterior: que la depresión es una enfermedad, que en los adolescentes es más fatiga, desgano, falta de deseos e irritabilidad y violencia que tristeza y ganas de llorar. Pues sí, puede que tenga razón el doctor, pero eso no me quita el impulso que me lleva a matarme, había pensado por la mañana Román, en un diálogo consigo mismo que armó con el recuerdo de la consulta del día anterior. De esa manera buscaba convencerse de aguantar y no matarse, como le había prometido al médico. Pero todo era inútil, el deseo de morir iba ganando terreno ya hacia medio día. Román apretó los ojos lo más fuerte que pudo y meciéndose, como quien lleva el ritmo de una canción, trató de recordar las cifras que sobre la depresión le había dado el médico. Repitió en voz alta, casi a gritos: ¡El 5% de la población sufre depresión! ¡El 10% de quienes la padecen termina suicidándose! Román repitió una y otra vez esta información a manera de ensalmo, para no pensar en su propio suicidio. Y como consuelo también pensó: ¡El 70% de los deprimidos responden bien al tratamiento antidepresivo, y se recuperan! Sí, había concluido con desconsuelo, pero eso quiere decir que el 30% no responden bien al tratamiento, ¡y yo podría estar en ese grupo de desahuciados! El doctor no había dicho que fueran desahuciados. Dijo más bien que eran casos de depresión resistente y que, con tratamientos especiales, podrían responder. Pero Román pensó que no era verdad, que ésos ya no tienen remedio.


Las cifras de la depresión



Por iniciativa de la Organización Mundial de la Salud, en el año 2000 se realizó una encuesta en varios países, México incluido, para determinar de manera más objetiva el grado de afectación de la salud mental en la población general. En México se llevó a cabo la Encuesta Nacional de Epidemiología Psiquiátrica (ENEP). Esta encuesta se realizó casa por casa, en hogares seleccionados aleatoriamente en diversas regiones del país. Las entrevistas se hicieron en la población general de entre 18 y 65 años de edad. Se utilizó un método estadístico que permite generalizar los resultados. Éstos se publicaron en agosto de 2003 en la revista Salud Mental, del Instituto Nacional de Psiquiatría “Ramón de la Fuente”. He aquí algunos de los hallazgos: Tres de cada 10 mexicanos han sufrido alguna enfermedad mental a lo largo de su vida; tres de cada 20 la ha sufrido en el último año y uno de cada 20 la sufre en los presentes 30 días. La atención que recibe esta inmensa población de enfermos es mínima. Sabemos, por ejemplo, que de los casos de depresión mayor, sólo el 20 % busca ayuda profesional.



A lo largo de la vida hay dos picos en el número de casos de depresión mayor que se presentan anualmente: a los 17 y a los 35 años. Esto significa que en estas edades, por razones aún no aclaradas del todo, hay mayor riesgo de que se presente un episodio depresivo.


En la revista Salud Pública de México se publicó otro artículo (No.5, sep-oct de 2004), también a partir de la información de la ENEP, que nos informa que el 2% de la población, es decir, 2 000 000 de personas, tuvieron por primera vez un episodio depresivo mayor antes de los 18 años, y aunque el porcentaje es menor que en otros países (en Estados Unidos algunos estudios reportan hasta un 5%), no deja de ser alarmante.


Nada le quitaba de la cabeza la idea de acabar de una vez por todas; ni la prolija explicación de cómo actúan los medicamentos antidepresivos, ni la promesa de que en dos semanas se empezaría a sentir mejor, ni la oportunidad de regresar a platicar con el médico, quien además le ofreció darle un tratamiento psicológico junto con las medicinas. Román buscó y encontró la cuerda del rapeleo final.


Sentado en la cama y con la cabeza entre las manos, viva imagen de la desesperanza, contempla nuevamente la cuerda que lo invita a continuar su plan. Regresa decidido al barandal y sujeta firmemente la cuerda con un doble nudo. Jala hacia sí, tensando y comprobando la resistencia. De pronto, al comprobar que soporta el peso y que no hay nada que le impida colgarse, con movimientos rápidos desata la cuerda, la enrolla y, casi corriendo, regresa a su recámara. Oculta la cuerda bajo el colchón.


Esa noche, por primera vez en meses, duerme a pierna suelta. No se quiere matar, pero sabe que si no hay más remedio, tiene con qué escapar del suplicio que es la depresión. Es su salida de emergencia. Si lo del doctor no funciona, ya sabe qué hacer. Antes de quedarse dormido desliza la mano bajo el colchón y siente la cuerda, la acaricia como se acaricia una esperanza y eso le ayuda a conciliar por fin el sueño.


Los trastornos afectivos


Román tiene un trastorno depresivo. Es una enfermedad mental que se agrupa dentro de los llamados trastornos afectivos o del ánimo, no una simple tristeza ni una crisis de la adolescencia. Sus manifestaciones, evolución y pronóstico, así como sus causas fisiológicas, se conocen y tiene un tratamiento difícil, pero eficaz. El ánimo está controlado por el sistema nervioso. Diversos circuitos neuronales del cerebro se encargan de regular nuestras emociones. Pocas veces pensamos en esto porque nos parece que el ánimo se controla solo, que depende de cómo nos va en la vida. Si nos va bien estaremos contentos y si no, sufriremos.


El ánimo es un conjunto de reacciones que nos permite adaptarnos a las circunstancias que vivimos. La tristeza es un retraimiento tanto de emociones como de actividad física que nos ayuda a recuperar fuerza y a restablecer nuestro trato funcional con el mundo exterior. La alegría es la evidencia de una relación armónica con nuestro entorno y con nosotros mismos. Los trastornos afectivos ocurren cuando algo afecta el funcionamiento de las células que constituyen los circuitos reguladores del ánimo. La incapacidad de mantener un ánimo que permita funcionar de manera adaptativa con el entorno y consigo mismo constituye el espectro de los trastornos afectivos. El estado de ánimo del afectado puede ir desde la tristeza más profunda hasta la exaltación eufórica.


Según cómo aparecen y evolucionan, los trastornos afectivos se clasifican en cuatro modos básicos, que pueden tener variantes e intensidades diferentes:


Trastorno afectivo bipolar. En este caso el trastorno evoluciona con periodos largos de depresión que se alternan con estados de euforia y aceleración de todos los procesos mentales. Si los síntomas de exaltación anímica son graves, se clasifica como tipo I, si son atenuados se clasifica como tipo II. Aunque ahora se han descrito otras variantes de trastorno bipolar, estas dos formas son las más comunes y bastan para ilustrar el problema.


Trastorno distímico. Se trata de una depresión crónica, no episódica, de por lo menos dos años de duración (en niños y adolescentes la duración mínima para establecer el diagnóstico es de un año), aunque de intensidad leve.


Trastorno ciclotímico. En este caso el ánimo fluctúa de manera constante, por lo menos durante dos años, entre síntomas depresivos y eufóricos, pero con intensidad leve, de manera que no se pude establecer el diagnóstico de bipolaridad o depresión mayor.

Trastorno depresivo mayor. Consiste en uno o más episodios depresivos sin episodios eufóricos. Es el caso de Román, como veremos más adelante. Atendiendo a su origen, los trastornos afectivos pueden ser primarios y secundarios. Los primarios, descritos someramente arriba, tienen su origen en los mismos circuitos reguladores del ánimo y seguramente tienen un importante componente genético. Los secundarios tienen otras causas; así, puede haber un trastorno depresivo secundario a otra causa médica, por ejemplo lupus eritematoso generalizado o hipotiroidismo. También puede ser causado por el uso frecuente de estimulantes o alcohol. Finalmente, también puede haber trastornos afectivos secundarios a otra enfermedad mental, como la esquizofrenia o los trastornos de la personalidad.


Cómo es la depresión?

En la depresión, la percepción del mundo cambia. Todo parece sombrío, lento y vagamente amenazador, lo que produce una tendencia al aislamiento, a la ansiedad, la falta de concentración y la disminución de la capacidad de atención. Simultáneamente, el paciente se siente inútil, pierde la confianza en sí mismo, se siente culpable y tiende a hacerse reproches. Se apoderan de su pensamiento ideas pesimistas, de enfermedad, de muerte y de suicidio, que con frecuencia llevan a su realización. El enfermo muestra también un marcado desinterés por cosas que anteriormente le resultaban atractivas, pierde la capacidad de disfrutar; generalmente abandona su cuidado personal, y se dedica a rumiar ideas pesimistas. Es frecuente que sus movimientos se vuelvan lentos y torpes; tiene la percepción de que el paso del tiempo se alarga desesperadamente y espera con ansia la llegada de la noche para poder descansar del sufrimiento de estar vivo. Casi siempre puede empezar a dormir bien, pero se despierta por la madrugada para reiniciar el ciclo de desesperanza. Con mucha frecuencia también pierde el apetito y baja de peso notablemente. En resumen, es exactamente lo que le ocurre a Román. Sin embargo, en los adolescentes el cuadro clínico no siempre es tan claro. En ellos, como en los niños, los síntomas pueden estar enmascarados por intensa irritabilidad y conductas agresivas.

Lo que le ocurre a Román es terrible y, por desgracia, frecuente. Los prejuicios acerca de las enfermedades mentales hacen que tanto los pacientes como sus allegados tiendan a ocultar el padecimiento como si éste fuera vergonzoso, lo que da la impresión de que es algo poco común. Quien tenga un problema semejante al de Román debería buscar ayuda de inmediato, sin atender a esos prejuicios.

Criterios diagnósticos de depresión mayor


Debe incluir al menos cinco síntomas de los siguientes nueve grupos durante un mínimo de dos semanas, y siempre han de estar presentes el punto 1 o el 2.



1. Estado de ánimo deprimido o irritable.
2. Pérdida de interés o de capacidad para el placer en todas o casi todas las actividades habituales.
3. Pérdida o aumento significativo de peso o del apetito.
4. Insomnio o sueño exagerado.
5. Agitación o lentitud mental y de movimientos.
6. Fatiga o pérdida de energía.
7. Sentimiento excesivo de inutilidad y culpa.
8. Disminución de la capacidad de pensar y concentrarse
9. Ideas repetidas de muerte, pensamientos suicidas o intento de suicidio


Fuente: Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, versión IV, de la American Psychiatric Association (DSM-IV).


El diagnóstico


Aunque el diagnóstico en ocasiones puede ser complicado, la mayoría de las veces se establece de manera sencilla con una buena entrevista clínica que incluya antecedentes familiares, descripción detallada de los síntomas, su evolución desde el inicio, intensidad, síntomas físicos que pueden acompañarlos (como cambios en el apetito, el peso corporal y el ritmo de sueño y vigilia). También se requiere una buena exploración física y exámenes de laboratorio básicos que permitan descartar otras causas médicas de la depresión. El criterio para establecer el diagnóstico es eminentemente clínico. Contamos con escalas de aplicación rápida y de autoaplicación que pueden servir para hacer una primera evaluación, pero los criterios diagnósticos se han establecido a lo largo de años de práctica clínica y en discusión con expertos de todo el mundo que se han reunido para ir afinando un lenguaje común y homogeneidad diagnóstica para la investigación clínica sin confusiones. Existen dos sistemas diagnósticos que son prácticamente equivalentes: la Clasificación Internacional de Enfermedades, versión 10, y el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, versión IV, el cual comprende nueve grupos de síntomas (véase recuadro).

La complicación diagnóstica, cuando la hay, consiste en la dificultad que algunas personas tienen para expresar lo que les sucede; en particular puede ser el caso de los niños y adolescentes. Además pueden coexistir otras enfermedades o situaciones sociales y culturales que empañan la sintomatología depresiva, como el uso de drogas y problemas o conflictos interpersonales, a los que con frecuencia se atribuye el cuadro depresivo como si se tratara de una consecuencia natural y no de una enfermedad.

Estamos acostumbrados a pensar que los diagnósticos deben establecerse con pruebas de laboratorio o de gabinete. Para los trastornos afectivos no existen pruebas de este tipo que sean suficientemente confiables. Se han descrito un par de pruebas que inicialmente se pensó servirían a este propósito, sin embargo tienen un alto índice de fallas, lo que impide usarlas en la práctica clínica. Haciendo una observación cuidadosa, la evolución de los síntomas en el tiempo generalmente termina por aclarar los diagnósticos difíciles.


Las causas

Se puede decir que no hay duda que Román tiene un episodio depresivo mayor, pero, ¿por qué le pasa esto a él precisamente? Cualquiera que sufra una enfermedad importante se hace esta pregunta, y no siempre se puede contestar de manera satisfactoria.


Román tiene antecedentes familiares de depresión. Su abuela y dos tíos la han sufrido. Desde hace tiempo sabemos que la depresión es una enfermedad familiar. Los estudios que se han hecho indican sin duda que los miembros de una familia con depresión tienen mayor riesgo de sufrirla que la población general. Si uno de los padres la sufre, el riesgo para los hijos es del 28%, mientras que para la población general es del 5%.

Los estudios de genética en la depresión tampoco dejan duda de que se trata de un padecimiento con un importante componente hereditario. Sin embargo, es necesario aclarar que se hereda una predisposición para sufrir la enfermedad, la cual puede o no desarrollarse según cómo influyan los factores sociales y ambientales. Alguien puede tener la predisposición genética para ser alto, digamos de más de 1.80 m, pero si su alimentación no es adecuada quizá no pase de 1.70 m. De la misma manera, se requiere algún tipo de influencia para el desarrollo de la depresión, pero los factores que la determinan y la manera de hacerlo no están plenamente identificados. Se dice que el abandono infantil, las pérdidas afectivas y los ambientes violentos, por ejemplo, podrían propiciar la depresión. En el caso de Román, quizá los padres, por motivos de trabajo, se han alejado de él, o bien el muchacho pudo haber vivido el cambio de escuela como una pérdida de amigos y de su entorno anterior, al que tenía mucho apego. Finalmente, los cambios propios de la adolescencia pudieron influir también para que se expresara la tendencia genética a la depresión.

La depresión y el sistema nervioso

Los genes organizan tanto la estructura de las células como la producción de las sustancias necesarias para su funcionamiento (enzimas, hormonas, neurotransmisores, etc.). También contienen la información que permite un adecuado funcionamiento de los complejos sistemas de autorregulación en el organismo. Las neuronas en su aspecto exterior están constituidas por cuerpo, dendritas y axón. Estas estructuras filamentosas mantienen la comunicación entre las neuronas a través de subestructuras llamadas botones sinápticos, toda esta arquitectura celular está organizada por los genes. Gracias a ellos, también se producen los neurotransmisores, sustancias que llevan información de una neurona a otra. Los que están relacionados con la regulación del ánimo son la serotonina, la dopamina, la norepinefrina y la acetilcolina. Éstas se almacenan, dentro de la neurona, cerca de las sinapsis, que son los sitios de conexión entre dos neuronas. La señal, que una neurona debe comunicar a otra para mantener la función que le corresponde, viaja en forma de impulso eléctrico por la membrana de la neurona. Al recibirse la señal en el botón sináptico, los neurotransmisores se liberan, llegan a la membrana de la neurona contigua y ahí encuentran receptores. Éstos son zonas especiales de la membrana con una forma que sólo permite que se acople a ellos un neurotransmisor específico. Después de haber cumplido su función, el neurotransmisor puede ser recuperado por la neurona que lo emitió para reutilizarlo o eliminarlo. La recaptura del neurotransmisor la hace otra zona especializada de membrana neuronal, que funciona a manera de bomba activa. La bomba reconoce al neurotransmisor y lo introduce nuevamente en la neurona.

El buen funcionamiento de los estados de ánimo depende de la operación equilibrada de los neurotransmisores, las enzimas (sustancias que intervienen en su producción y su degradación para eliminarlos), los receptores y las bombas de recaptura de los circuitos que utilizan los diversos neurotransmisores. Una alteración en cualquiera de estos elementos podría ser la responsable de los cuadros clínicos de depresión. Aunque algunos medicamentos antidepresivos actúan inhibiendo la acción de una enzima, la gran mayoría de los que se usan actualmente bloquean la acción de la bomba que recaptura al neurotransmisor, de manera que la concentración de éste entre las neuronas aumenta, con lo que a la larga se propicia una recuperación del equilibrio perdido.

Se han realizado numerosas investigaciones para entender el origen de la depresión. Diversos estudios de imagen y de electroencefalografía describen hallazgos relacionados con los trastornos afectivos. Todo indica que se trata de alteraciones en las regiones cerebrales que se encuentran por debajo de la corteza del piso de los lóbulos frontales del cerebro, sobre todo del lado derecho. Sin embargo, las anomalías encontradas indican que también podrían participar otras estructuras cerebrales y los resultados de los estudios no son homogéneos. Aunque éstos no son concluyentes, sí nos dan una idea de dónde se podrían producir los trastornos afectivos.

El tratamiento


“¿Y ahora?”, se preguntaría Román, “¿qué pasará conmigo, con mi vida?” Si bien es cierto que hay episodios depresivos únicos, que no se repiten, la verdad es que esto no es lo común. La depresión en adolescentes tiende a ser complicada. Se trata de una población más vulnerable porque la maduración orgánica general no se ha completado del todo y las experiencias de esa época de la vida serán determinantes para que se consolide la estructura de personalidad.

El inicio temprano de la depresión podría explicarse por una mayor carga genética, lo que produciría cuadros clínicos más graves y de difícil manejo, con riesgo en particular de sufrir otros trastornos mentales asociados, como esquizofrenia, ansiedad (fobias, ansiedad generalizada, trastorno obsesivocompulsivo), trastornos de la personalidad y sobre todo trastornos por consumo de sustancias. No es raro que la depresión del adolescente sea la primera manifestación de un trastorno bipolar con episodios graves y frecuentes de exaltación y depresión. Además los adolescentes no responden tan bien a los tratamientos como los adultos y el inicio del tratamiento con antidepresivos, se ha dicho, puede dar energía e impulsividad que aumenten el riesgo de suicidio. La situación para Román y para cualquier adolescente que sufre este problema es seria, pero hay mucho que hacer para revertir este pronóstico tan desfavorable.


Es muy posible que la gravedad de la depresión en esta edad se deba, en parte, a que se diagnostica tardíamente. Se le deja pasar sin atención porque no se entiende lo que sucede y se pierde tiempo antes de que pueda intervenir un especialista. Un tratamiento eficaz, oportuno y con atención intensiva puede ayudar a disminuir la gravedad y evitar las complicaciones como el consumo de drogas y alcohol, que resultan también factores del mal pronóstico. El control adecuado, al evitar las recaídas, también mejora la evolución futura.

Un buen tratamiento se inicia con la detección y diagnóstico oportuno. Desde el principio el psiquiatra debe establecer con el paciente una relación de confianza que permita realizar una alianza terapéutica, es decir, ambos, paciente y terapeuta, trabajarán juntos en el tratamiento de la depresión. Se debe propiciar que, con la información que el médico proporciona, el paciente sea capaz de entender lo que le pasa y trabaje de manera activa en su recuperación, buscando siempre el apoyo de su médico. Debe comunicarle sus ideas pesimistas, ideas de muerte y deseos suicidas cada vez que éstos se presenten y realizar las acciones que le permitan, poco a poco, reintegrarse a su ambiente.

El médico debe diseñar una estrategia de tratamiento a la medida de las necesidades de su paciente. En general, se debe combinar psicoterapia y medicamentos (antidepresivos, ansiolíticos u otros), según sea necesario. Es verdad que muchos estudios demuestran que los adolescentes no siempre responden bien a los fármacos, pero, bien empleados, éstos pueden significar la diferencia entre una vida destrozada por la enfermedad y una vida normal, quizá con algunas recaídas en el futuro, pero más fácilmente controlables, de recuperación más rápida y sin repercusiones tan terribles.


Se ha observado que la psicoterapia más eficaz es la que se dirige específicamente a la depresión y no las encaminadas a corregir rasgos de personalidad. La terapia debe plantearse objetivos inmediatos que respondan a la situación actual del paciente, y no resolver problemas del pasado que no sean vigentes; asimismo, puede incluir, si es necesario, la participación de la familia o las personas cercanas al paciente. Cuando sea oportuno, el terapeuta debe aconsejar y dirigir al paciente hacia las acciones que más convengan para evitar situaciones de ansiedad y conflictos que agraven la condición depresiva.

El futuro de Román puede ser mejor gracias a que acudió oportunamente con un médico que conoce el problema, y a que ya estableció una buena relación con él. También es bueno que haya decidido darle una oportunidad al tratamiento y que haya sabido evitar la complicación del consumo de drogas. Román no tiene por el momento ninguna otra enfermedad que pueda influir adversamente, su familia está deseosa de ayudarlo, se ha enterado de qué le pasa y ya cooperan en lo que pueden con el tratamiento. Después de todo, el pronóstico de Román puede mejorar mucho.



Eduardo Thomas Téllez es médico especialista en psiquiatría por la UNAM y el Hospital Español de México; certificado por el Consejo Mexicano de Psiquiatría.