miércoles, 14 de abril de 2010

Otra reseña

Alice in Wonderland, 2
Lo hemos visto hasta el cansancio: en un mundo fantástico, un personaje infantil vive una tragicomedia llena de peripecias que le llevará a descubrir su identidad. En la reciente secuela de Alicia en el país de las maravillas dirigida por Tim Burton, este suceso está enmarcado por un mundo real, la Inglaterra victoriana, en el contexto de su expansión comercial a China, aproximadamente en las fechas de la Segunda Guerra del Opio (1856). La historia original de Lewis Carroll, por el contrario, narra la pérdida de identidad de la pequeña Alicia y entremezcla lo real y lo ficticio: no sabemos si Wonderland existe únicamente en el sueño de Alicia o si Alicia existe sólo en las ensoñaciones del rey rojo. La nueva película de Burton, sin embargo, da un paso contundente en otra dirección donde lo ficticio es lo que determina lo real.

Alicia, ahora adolescente, está predestinada a matar al feroz monstruo que sustenta el imperio del terror de la Reina Roja; el Jabberwocky, quimera que en su nombre se autodefine como fruto de la palabrería y que en la novela personifica la capacidad del lenguaje para engendrar seres fantásticos. La heroína de la versión Disney tiene que encontrar la espada Vórpica, que se anuncia en Alicia a través del espejo, y matar a la bestia. Las aventuras en la ahora llamada Underland preparan a la joven para revelarse contra las imposiciones que sufre en la Inglaterra victoriana: Alicia confronta su destino para transformarse en una business woman que, a diferencia de todas las mujeres del siglo XIX, realizará un viaje a China para consolidar la expansión del capitalismo financiero.

Aunque el guión incorpora y reinventa los juegos de lenguaje de la novela, la película termina siendo un relato edificante. El sombrerero (Johnny Depp), por ejemplo, se expresa con enumeraciones caóticas y le revela a Alicia su incapacidad para afrontar la locura como cuando era niña: you were much more muchier, you’ve lost your muchness. El universo fantástico del filme materializa las palabras baúl de Carroll: central en las acciones serán el Bandersnatch (bestia-furiosa-inatrapable) y el frabjous day (día-fabuloso-feliz), en que el Sombrerero bailará el futterwacken (el moonwalk de Michael Jackson, alias Wacko). Una vez que conocemos ese mundo y sus promesas comienza la historia de formación. Al final, Alicia se descubrirá a sí misma al aceptar que también está chiflada. Sin embargo, su lucha por deponer el reino del mal de la Reina Roja deja ver cómo la locura, una conducta amoral, ha sido redefinida en este nuevo Wonderland. Por eso Alicia se reconoce en una peculiar definición de la demencia que le enseño su padre: loco es aquel que se aventura a realizar cosas imposibles, como matar al Jabberwocky o expandir los negocios de una empresa a tierras exóticas.

Lo extravagante que resulta la trama, su convencional estrategia narrativa, el traslape de su argumento feminista con la historia del colonialismo y la presencia del globalmente bailado moonwalk hacen pensar que el guión tenía alguna intención satírica. Representar a la Inglaterra de los días de Carroll, al lado de su caricatura en los personajes de la novela veladamente sugiere esta idea. Sin embargo, el carácter lúgubre de los escenarios, los ojos desorbitados de Johnny Depp y las evanescentes trayectorias del Gato Cheshire focalizan por completo nuestra atención en otro punto. Una Alicia que no estuviera rodeada de estrellas, ni efectos especiales; capaz de reír ante el sinsentido es justo aquella que el mundo Disney, tan cercano al nuestro, fue incapaz de imaginar.

Tim Burton se regodea al crear imágenes en movimiento con los entrañables personajes dibujados originalmente por John Tenniel; pero nunca reflexiona sobre los efectos de lo fantástico en lo real que plantea la película en su feliz conclusión. En ésta una adolescente tomará decisiones “transgresoras” de su contexto histórico, debido a que un mundo fantástico fabuló en su mente una actitud vital. El esquema no puede resultarnos extraño, de Cenicienta (1950) a El Rey León (1994) pasando por Katy la oruga (1984) los estudios Disney educaron nuestras conciencias con otros personajes edificantes. El filme carece de la ironía necesaria para exponer semejante asalto a la realidad. En sus primeros días de exhibición, la Alicia de Tim Burton y los estudios Disney ha superado las ganancias de su exitosa antecesora en el cine para adolescentes, Avatar (2010). Sus contenidos satíricos pasaran desapercibidos. La lección de vida de la Alicia adolescente ha situado en el pasado la historia de la pequeña niña, mientras la fuerza de su contenido pedagógico se exhibe alrededor del planeta.


- Juan Pablo Anaya

domingo, 11 de abril de 2010

Reseña de novela


Casi nunca, Novela de Daniel Sada
Reseña por Christopher Domínguez Michael


Dueño de una prosa que lo vuelve el más inconfundible de los narradores de la lengua, Daniel Sada (Mexicali, 1953) pasó, durante la última década, por una serie de pruebas de las que ha salido fortalecido, como el artista verdadero que es, tal como se corrobora con Casi nunca, su último libro. Tras escribir Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1998), una novela emparentada con las grandes creaciones idiomáticas de José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante o João Guimarães Rosa, Sada publicó un par de novelas autoparódicas, desenfocadas (Luces artificiales, Ritmo Delta), volvió a la novela corta (La duración de los empeños simples, 2006) y publicó, lo cual no es irrelevante para leerlo, un par de libros de poesía (El amor es cobrizo y Aquí) que nos recuerdan que sus creaciones verbales se nutren del verso, de la poesía en verso.
Casi nunca es un estudio de la vida de provincia y una novela erótica. Es la más clásica de sus novelas, si ello puede decirse, pues no hay nada más parecido a una novela de Sada que otra novela de Sada. Ese sello inconfundible es algo más que estilo, como se ha dicho. En Casi nunca, además, se propuso aligerar el caudal de su prosa y controlar su ritmo, privándose con una disposición más ascética del embeleso de poeta con que escucha sus letanías.
El gran tema de Sada es la provincia y las suyas (no sólo Porque parece mentira la verdad nunca se sabe sino Albedrío, 1988, y en menor medida Una de dos, 1994) son las novelas que sobre ese vasto mundo pueden ofrecerse al lector tras las de Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Juan José Arreola y Jorge Ibargüengoitia. Sada, desde luego, escribe sobre la provincia como sólo se puede hacerlo a caballo entre dos siglos, ofreciendo ese barroco en el desierto del que hablaba Roberto Bolaño al elogiarlo. Es curioso lo ocurrido en el último cuarto de siglo: los entonces llamados “narradores del desierto”, predeciblemente vistos como bárbaros, se volvieron los clásicos, y la suya, la regla más carismática, la que a más vocaciones recluta. Cierta justicia sociológica se ha impuesto en la imaginación literaria de México y tras Sada, Jesús Gardea, Eduardo Antonio Parra y ese extraño visitante que fue Bolaño, ha sido el norte desértico, violentísimo y a su manera hipermoderno, el escenario de las narraciones más memorables, antes que el sur indígena y sus mitologías o la ciudad de México, asunto inabarcable.
He hecho, estos días, el ejercicio de leer Casi nunca comparándola con las novelas de Yáñez, Rulfo, Arreola, Ibargüengoitia. Como Yáñez, Sada es un prosista versicular y algo hay en Casi nunca del Cantar de los Cantares. Es muy sugerente leer un párrafo de Al filo del agua (1947) junto con otro de Casi nunca: un tiempo verbal sigue a otro como un planeta que cumple su rotación. Los asuntos de Yáñez ocurren en el presente y lo de Sada, por lo general, acaba de ocurrir pero ambos son profetas del pasado y autores de otra Rusticatio mexicana. Uno y otro intercalan lo vernáculo con lo poético: ambas han enriquecido el acervo léxico y el orden de las oraciones, sometiendo la respiración de nuestra lengua literaria a una exigente prueba de resistencia. Las razones, buenas y malas, que se aducen, perezosamente, para no leer a Sada no son muy distintas de las que han condenado a Yáñez: son escritores exasperantes, maniáticos, “artificiales” en el sentido en que sólo puede serlo el alma barroca.
Sada es, por otro lado, un lector de Rulfo a la altura de las exigencias que El llano en llamas y Pedro Páramo impusieron. Si Rulfo hizo una criba mágica de un lenguaje rural, ranchero, castizo (y no indígena, como lo siguen diciendo algunos despistados), Sada comprendió, desde el principio, que siendo absoluta la capacidad sintética de Rulfo, por ese camino ya no podía irse más lejos y tomó una decisión que, alejándolo de los lectores menos exigentes, le franquearía el reino de la excepción: donde había unidades estrictas, susurros, reabrió la cauda del lenguaje.
Desde luego que Sada no es sombrío ni honda, radicalmente trágico como Rulfo y carece de la ligereza, de la nonchalance, de Arreola. Si se lee Casi nunca junto a La feria (1963), la “novela” arreoliana que solemos evitar, uno comprueba que lo que en Arreola es carnavalesco, es decir, una interrupción vacacional y finita del orden del mundo, en Sada es una eternidad en el infierno.
Sada es pesado como pocos prosistas. Y eso se prueba con sus poemas: nunca se mueven, son como espantapájaros. Pero supera a Ibargüengoitia, no por el humorismo sino por la piedad, el conocimiento, la ternura con la que se refiere a la provincia y a los provincianos, a su estrechez de miras, al infierno grande en pueblo chico y a la asfixia de la inmensidad desértica: enclaustrado en la vastedad, Demetrio Sordo, el héroe de Casi nunca, huye de los remotos ranchos que administra y reconquista el universo ilimitado de la alcoba sexual. Ibargüengoitia traza, es un caricaturista, y Sada, cuando le atina en el humor y no se limita a ser chistoso, nos devuelve a la inocencia medieval del cine mudo. Es cosa de ver, en Casi nunca, los enredos provocados por el ocultamiento, robo o despilfarro del dinero.
El mundo católico de las apariencias que es materia cómica en Casi nunca habría sido, para un Ramón López Velarde, una cura de mercurio antirromántica y antimelancólica. Sada no cree que la provincia sea un estado anterior a la urbanidad, y eso que Casi nunca ofrece la textura, documentada y discreta, de una novela con fondo histórico que transcurre en Coahuila en los años de industrialización posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en los cuales Demetrio Sordo busca su pequeño, ordinario destino. Pero, siendo histórica, Casi nunca no es una obra anacrónica, porque a su autor le interesa desentrañar “la esencia del hombre”, según decía un elogio de Sada firmado por Álvaro Mutis que no había yo comprendido, juzgándolo rimbombante y que ahora entiendo, al abordar su novela erótica.
La decisión del agrónomo Demetrio Sordo de ir al burdel y su relación con Mireya, la prostituta, ocupa la primera mitad de Casi nunca y es un himno genital, petroniano, como los hay pocos en la narrativa mexicana, bastante más pudibunda de lo que creemos. No abundan entre nosotros las novelas eróticas y las que escribió la generación anterior (como las de Juan García Ponce) están situados bajo el imperio de las transgresión, obediencia que a Sada le es ajena. Sada no es sadeano: las mil y una vueltas al coito que se verifican en Casi nunca pertenecen al dominio de la libertad aliviada, gozosa, de los otros libertinos, aquellos que encontraron en la naturalidad del sexo, sin dejarse ensombrecerse por la rueda de las torturas o por el amedrentamiento romántico, la única actividad que justificaba nuestra corta temporada en el mundo.
Demetrio Sordo abandona a Mireya en el autobús, tras colocarle un manojo de billetes en el busto, dormida como está, y luego Sada resiste como los grandes la tentación de hacer reaparecer a Mireya en la vida de Demetrio. Hasta ese punto, la historia es tradicional. Siendo una cosa el burdel y otra el matrimonio, el héroe decide sentar cabeza y someterse al lento asedio que Renata, su novia de pueblo, debe culminar, sometido a los escrúpulos que su futura suegra organiza para atrapar al galán.
Casi nunca es, a la vez, un estudio del sexo y del decoro, que van juntos, aunque se nos olvide. Tanto desean y tanto aman la puta Mireya como la recatada Renata y el final feliz de la novela está en el triunfo de la naturaleza, digámoslo así, sobre la sociedad: “el sexo-motor, el sexo-angustia” gobernará la alcoba del nuevo matrimonio tanto como iluminó la habitación del burdel. Es Renata quien anuncia y propone la sacralidad del sexo, convirtiendo a una novela de provincias en una novela libertina: es la otra cara de la urbanidad, la verdadera ciudadanía, el reino del cielo que puede ocultarse tras la puerta del vecino. Busco en la Historia ilustrada de la moral sexual, de Fuchs, alguna idea que me sirva para resumir el desenlace de Casi nunca y la encuentro en una cita de Abraham de Santa Clara, un predicador barroco austriaco que se anticipaba a la frigidez atribuida al mundo burgués: “Si antes, al mirar el lecho nupcial después de la noche de bodas, parecía como si un par de osos se hubiesen estado peleando, apenas se reconocen hoy las huellas de un pollo sacrificado.” ~